Somos plagas medievales


¡Maestro, tocan profanamente a la puerta del Templo!

Pedid la palabra secreta.

El toque llegará, de modo menos contundente, será claro, sí, pero falto del drama sonoro que representa el portal mítico, las gruesas puertas que separan la luz y la sombra; vendrá en papel, sellado, firmado y dotado con los detalles del "profano". A la petición le acompañarán las recomendaciones correspondientes de aquellos iniciados que han visto virtud entre las tinieblas de la ignorancia. Sólo entonces, luego de extensa consideración ante hermanos aceptados reunidos en conciliábulo, de oriente a occidente se correrá la voz. La tradición del rito es milenaria, originada ante la necesidad del secreto, del hermetismo obligatorio de quien pretende excluir para sobrevivir. Debe cumplirse porque sí.

¡Estamos fijados con lo medieval! Hago eco de Eco al decir que la hiperrealidad subsiste con la constante referencia al Medievo. Y me provoca añadir que, por más que las instituciones del nuevo siglo –este veintiuno tan renacentista, pagano y libre – insistan en negarlo, también la Universidad (otra hija de la "era oscura") reclama seguir regida por sus códigos a la monasterio benedictino y su ascetismo académico. En esta realidad, acceder a la luz y los recursos del conocimiento –instrucción, metodología e intercambio de ideas– es equivalente a pretender iniciarse como miembro de cualquier sociedad secreta (sea gnóstica, paramilitar o de beneficencia).

Antiguamente, la obtención del grado de maestro se lograba sólo después de familiarizarse con los tratados aristotélicos Sobre Sentido y Sensación, Sobre Caminar y Dormir, Sobre Memoria y Recordar, Sobre la Brevedad de la Vida. Debía también planificar escuchar cátedras sobre retorica, física, gramática, en adición a discutir ante la academia libros sobre geometría, biología, música e historia (no hay duda de que Tolomeo siempre ha sido favorito de grandes y chicos). Una vez terminado el empinado camino hacia un grado, el iniciado quedaba entonces embestido con los honores de ser uno delos pocos y orgullosos –qué manía con los estribillos – maestros, tenedores del conocimiento que no ha de mostrarse a todos. ¿Cuánto ha cambiado este requerimiento en los últimos lustros? Muy poco, a decir verdad. Mire el catálogo de ofrecimientos, o mejor aún, atrévase a solicitar admisión a un programa graduado en una universidad tradicional; le sorprenderá la cantidad de créditos en "pre requisitos" necesarios para ganarse la entrada a la monástica facultad.

No es odio, pero la Universidad proclama su función polifacética del opúsculo hacia fuera. La visión integradora entre academia y ente social es una farsa que se recita a tutiplén con tal de justificar lo insalvable: no hay conocimiento para tanta gente entre las paredes ajadas del claustro. El mejor ejemplo lo brindan las flamantes cátedras magistrales, los conversatorios, simposios, encuentros, discursos y paneles, todos programados en "horario universal", accesibles únicamente para los iniciados: aprendices, maestros y doctores que, como hermano terrible tras las puertas del templo, vedan el paso al atrio central a todo profano que osa acceder a la hermandad sin arrodillarse a besar el libro de la luz y sacrificar porciones de sus deberes en pro de una probadita académica.

No existe espacio para el autodidacta y el interesado en conocer más; no hay método posible para acomodar a estos desviados "intelectuals wannabe" en la visión angosta de la academia tradicional.

¿Cuál es esta misión moderna que busca cumplir la Universidad entonces? A decir verdad, se diluye entre dos vertientes. La primera, la de alto rendimiento bursátil, esa que facilita programas y grados a cientos por poco; la que admite sin refreno en pro de una alfabetización que responde a mercados laborales. Esa no es tan controversial, después de todo su propósito es claro. No así la segunda, la institución universitaria que, en medio de asfalto, cemento y tendido eléctrico se vislumbra como un cruce híbrido entre monasterio medieval y templo hermético. ¿Qué función lógica ejerce esta gran Universidad que riñe tradición versus actualidad? ¿Hay razón aún para mantener alejado del conocimiento al resto del mundo, y que cumplan con las leyes de la orden sólo aquellos que tienen el estómago para soportar los rigores del rito?

Hay quien dirá que no hay por qué cambiar lo que no se ha dañado; supongo que estos serán los monjes en los altos cuerpos, absorbidos ya por el sometimiento a la tradición milenaria que se resiste a la evolución. No hay remedio, el sentimentalismo romántico está ligado al apego irracional y, por consiguiente, al concepto oscurantista de la exclusión desinformada. No obstante, deben existir quienes piensen en la rotunda negación de este sistema, los que insistamos en la profanidad como la única verdad entre siglos, el toque genuino a las puertas del templo sin paredes.



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"Had I known I was dead
I would have mourned my loss of life"

- Ota Dokan

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