Margaret hunde sus dedos en la mermelada, los hunde lento, delicada y suave; todos a la vez, y la mermelada viscosa se desplaza adiposa hasta los límites del frasco. Uno, dos, tres, cuatro, cinco dedos suspendidos en la mezcolanza roja, dulce y agria. Casi puedo probarlos.
Los pruebo apenas, los huelo; la lengua es un instrumento intenso. El pungente olor me penetra las fosas nasales y se me hunde en la piel como alfileritos centelleantes. Hierve mi saliva; hierven los ojos de Margaret al mirarme hilar sus cabellos cósmicos. Ella vuelve, hunde los dedos dentro del frasco y el sonido adiposo, dulce, gelatinoso avisa que es sustancia que provoca recuerdos de primeras veces.
Su otra mano se le prende al cuerpo mientras el húmedo y pegajoso brebaje se le riega entre dedos, uñas, y pliegues.
¡Qué curiosa naturaleza esta que regala delicias justo al borde de la pudrición!
¡Qué tontos los que no comprenden!
Ella, Margaret, lo sabe… por eso goza al fundir mermelada con sus dedos; destroza la pulpa con el filo de sus manos; emplasta su palma con la sabia y carne de fruta a perfección, dibujando hélices y espirales dentro de nuestra constelación azucarada con burbujas y semillitas maceradas.
Y sobre ellas respira con deleite; me observa con ojos que perforan y me tenso en goce celestial con el tropel de figuras que sus dedos desguazan y provocan;
Ansias pecaminosas…
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