A propósito de la Ley 49 contra el acoso escolar

Quise ponerme feliz. Quise decir ¡puñeta, por fin! Quise alegrarme por la aclamada reivindicación de hace tiempo; sentirme mejor al saber que los raspones, magulladuras, brazos morados, pesetas perdidas, camisas enfangadas, burlas a mi cabezota grande e inaptitud para los deportes quedaría finalmente vengada; yo y el resto de los muchachitos que no encajan y siempre son los últimos de la fila. Quise celebrar. Acordarme de todos los conocidos y desconocidos a quienes deseaba cortarle el cuello, o picotearle la cara, o a los que le pedí me dejaran en paz mientras me sentaba en algún pasillo a escupir sangre.

Podrán creerlo o no, pero, oír de esta Ley 49 de acoso escolar que implementarán en nuestras escuelas me llevó en un espiral vertiginoso y oscuro a mi niñez y temprana juventud; trajo caras conocidas y muchas malas memorias por las que me sentí casi vengado ya a casi veinticinco años del primer incidente. Nuestros sistemas no son de tolerancia o benevolencia; el distinto paga y se jode.

¡Pero qué iluso pensar que otra triste ley me regresaría a mí y a tantos otros un trozo de lo perdido! Se me olvidó que “Esto es Puerto Rico” (como decía la cerveza) y que en el fracatán de papeles, informes, testimonios, entrevistas, dimesydiretes, más informes y burocracia que se necesitará en adelante, ésta ley, es simplemente otra ornamenta al collage multidifuso y absurdo del Código.

Quise ponerme feliz… pero no pude.


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"Had I known I was dead
I would have mourned my loss of life"

- Ota Dokan

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