¡Todos quisimos tanto a Glenda! La quisimos tanto que, por causa de nuestros deseos y esas expectativas locas que se forjan los soñadores hijos de vecinos, le rasgamos el alma y se la dejamos hecha cachitos de papel y migajas de pan.
Solía pavonearse desde su casa a la esquina para esperar la guagua, sonrisa al sol y barbilla en juego lujurioso con el viento; la mirábamos trepados en el caobo, la olíamos desde la cuneta, invisibles al "pa' ti, pa' mi" de sus nalgas grajeadas bajo su jean Lee. Le escribimos cartas; cartas en las que la proclamamos Reina del Vecindario, belleza entre las sátrapas de la calle; la jeva más linda de todo el pueblo. Y, aunque siempre las tiró –porque vimos cada bolita de papel tirada al bote frente a su casa-, Glenda nunca se amainó; continuó su paso de mujerona en cuerpo chiquito con tal de mantener a su audiencia cautiva.
Por buena, su padre le hizo tremenda fiesta de marquesina para conmemorar sus quince; sobraron los RX-7 de amigos mayores, las capias zafias y las bocinas tocando a Wilfrido Vargas y Chayanne a todo volumen. Se nos llenó la calle de familiares y curiosos; subieron y bajaron tantos con piñas flechadas con palitos y salchichón que perdimos la cuenta, pero nunca perdimos a Glenda. Nuestra Glenda vestida de blanco, con su corona de Miss Universe y el moño voluminoso; Glenda bailada por su padre bajo la bombilla 60 watts que prendieron y apagaron para dar la impresión de que aquella fiesta era una gala galáctica. No nos invitaron, aunque nos colamos y comimos y bebimos y corrimos y reímos. Quisimos tanto a Glenda que, aun cuando no nos vio, le dejamos un regalo entre un montón de cajas; un pendiente que compramos entre todos con una gran letra "G" bordeada de piedritas brillantes. En la tarjeta, simplemente un "para Glenda", y la impresión de todos nuestros labios, como si besando aquella tarjetita blanca besáramos las mejillas de nuestra favorita.
La vimos graduarse, con su borla roja y sonrisa de dientes grandes; quería ser secretaria de día y reina de belleza en horario vespertino según dijeron las doñas del barrio. Quizás por eso, se fue. Nuestra calle no era lugar para una hembrota como Glenda. Por eso, aun ausente la recordamos, trepados en el caobo la recontamos; la rozamos a la intemperie, en nuestros cuartos con ventanas a medio cerrar, en la ducha cadenciosa de un domingo por la tarde, a la hora de sentarnos en la acera para ver los minutos pasar. Glenda ya no pasaba, no así, su perfume se nos quedó.
Al ver su foto en el periódico –un poco ajada ya la brillantez de su piel, roto el semblante y curtidas las pestañas – nos cubrió un halo de incredulidad y mezquina tristeza; como si quererla tanto no hubiese servido de nada; como si con haberla amado hasta de mentira hubiese sido inútil. Contaba la nota que, la empleada de mantenimiento, Glenda…, quiso tanto que, por dejar de ser, no fue nada al final. Lo último que mendigó, según el informe, fueron unos cuantos dolaritos para un fotógrafo amigo suyo; luego se marchó sin dejar razón o nota que indicara si volvería a su casa. La "G" seguía en su cuello, soslayada entre la cadena y la brea caliente donde encontraron el cuerpo, como diciendo: "lo hice para ustedes", como si fuese el último signo de que Glenda quiso entre distancias dejarnos saber que lo intentó.
1 observaciones:
Es curioso, en mi blog tengo un texto basado en el mismo cuento.
Salud por eso.
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