Por días, fue la comidilla de chismólogos y faranduleros; todos propusieron alguna teoría que, en teoría, lo hizo ver como pegador, abusador emocional y hasta maricón. Súbitamente, de la noche a la mañana, al abrirse las puertas de Cooperstown –un Valhalla para amantes del deporte decimonónico llamado béisbol – y ser admitido al Salón de la Fama, todo el mundo ama a Roberto.
Atrás queda la burla, la intromisión a su vida privada, a los rumores de la modelo que de nada tiene que decir. Roberto está próximo a los dioses del deporte, y allí, sentado a la derecha de Mickey Mantle nada puede tocarlo así porque sí; ahora que descansa su memoria en algún atrio del Salón, se le ha hecho justicia; lo prueban las cinco resoluciones de felicitación agenciadas en el Capitolio y el hecho de que ahora, todo el mundo lo conoce y saben cuán humilde es ese muchacho de Salinas. ¡Qué importa lo que digan si su bate y su bola ya hablaron!
Alomar a lo mejor está más tranquilo ahora que pasa a ser un ilustre de nuestro panteón de luminarias; pero su caso prueba otra vez más que en Puerto Rico, el caraelata está hosco y quien único se salva lo hace a puro billete o por diploma firmado en el Senado, o porque allá fuera fue medido y puesto en la bolsa de los recuerdos o por todas las anteriores. Qué isla tan triste…
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