Entre Thanatos y Eros


Introducción:
¿Por qué respondemos de manera tan arbitraria y polarizada ante la pasión romántica –ese amor teratológico por el que deliramos los seres humanos– cuando se presenta como tema de discusión? específicamente si la discusión surge entre un grupo heterogéneo. En particular, es inevitable notar cierto prejuicio a favor de los textos narrativos y representaciones de amores escabrosos, amores difíciles, amores al estilo telenovela con todo y sufrimiento a lo villana hambrienta de amor.
Es un tema tan ineludible como espinoso; tanto como los amores de los que leo con frecuencia.
De acuerdo con Denis de Rougemont, esta afición por el amor sufrido, ese gusto por la pasión peligrosa, está íntimamente relacionado con el famoso Thanatos del que hablara Sigmund Freud en su libro Más allá del principio del placer. Freud explica que dos fuerzas polarizadas impelen las acciones de los seres humanos: Eros y Thanatos; el primero es el instinto vinculado a la cohesión, la reproducción y la sexualidad, la vida. El segundo, Thanatos, es el instinto de la muerte, ese que persigue el desborde energético y lleva al fin. Es, por tanto, nuestra búsqueda de la muerte –o la cercanía a ella– la que propulsa en los seres humanos el gusto por el sufrimiento pues, este provee una alteración química y, por consecuencia, emocional que muchos disfrutan. En otras palabras, escondido tras el velo del romanticismo estoico que soporta todo, incluyendo el abuso –cachetadas, engaños, tantrums despechados y venganzas sin sentido– se esconde el instinto mortal; el deseo de morir.
De Rougemont cree que buscamos subconscientemente el sufrimiento y la muerte en la pasión, aun cuando ésta no conduce a relaciones saludables, de crecimiento y aprendizaje mutuo. ¿Por qué? Pues simplemente porque la existencia impone la lucha continua entre Thanatos y Eros; la muerte, el abandono del ser antes que la permanencia eterna del individuo.


"El amor feliz no tiene historia;
el romance sólo existe cuando el amor resulta fatal"


La trayectoria de la pasión puede trazarse desde textos tan antiguos como la mitología misma (oh, Elena de Troya, mujer bella y prohibida); desde el mito de Tristan e Isolde hasta Madame Bovary, desde el quijotesco amor por Dulcinea (amor imaginado e imaginario) hasta las peripecias de pícaros modernos como el Rufus en Diario de un libertino del brasilero Rubém Fonseca; hombres y mujeres deliran sobre el filo de la navaja que representa la pasión. Invenciones como la adhesión a un código de honor, el caballero andante, los amantes secretos, el desafio al señor, el regreso del amante y la defensa de ideales “anti establishment” atiborran corazones con el amor por el peligro, la cercanía de la muerte y la amada: Gallahad y Guinevere, Guanina, Don Juan Tenorio, cientos de encuentros con la fatalidad en pos del goce prohibido. ¿Lo duda? ¿Entonces qué pasa en el Edén sino el juego con el mal?

“Escuchamos tus pasos y nos escondimos porque sentimos miedo” responde Adán al encontrarse confrontado con su creador después de morder el fruto prohibido.

Así, medievales como somos, hemos creado una extraña melange, un mejunje de ideas confusas asociadas unas con otras hasta hacerlas perder el sentido puro; decidimos llamarle tradición y las perpetuamos porque, aún hoy, satisfacen el instinto y nos reencuentran con lo atávico. Únase entonces esta apreciación colapsada de lo ideal con nuestro favoritismo por los arquetipos y tenemos entre manos una combinación volátil. No conforme con adjudicar características tales como la naturalidad de la discordia entre amantes, la adversidad como condición natural de la pareja y la presencia de la tentación como posible ruptura; hemos movido mucha de nuestra ficción (re)producida hacia las narrativas que perpetúan estos modelos. ¿Con qué propósito? Posiblemente hacernos vivir la emoción que sólo provee el instinto de muerte (Thanatos) pues, en la pasión no se está pendiente a sufrir como tal, sino a la hilaridad que provoca infectarse con ella.


No sufrimos porque nos gusta, sino porque hacerlo nos suple con material adictivo. Después de todo, la química del cerebro es susceptible a las adicciones que le provee el cuerpo mismo; por tanto, la emoción de lo prohibido o el sufrimiento pasional (la que usted escoja) se convierte en herramienta de goce, y este goce –por inofensivo que parezca– termina por regir la conducta. Susan Sontag, en su ensayo The Artist as Exemplary Suferer trata este punto proveyendo el modelo del esposo y el amante: el amante provee la emoción, es tabú, sufrimiento; mientras el esposo –con sus defectos, olores corporales, malas costumbres, deficiencias y faltas, aún cuando fue en algún momento amante también– representa la estabilidad, la normalidad más cercana al Eros que garantizará la existencia continuada. La pasión a través del amor ofrece escapar del “aburrimiento mecánico” de la existencia mundanal (Israel, 1999).


Una diferencia importante al momento de calificar las razones por las cuales evadimos temas relacionados al amor erótico (el vinculado al Eros) la propone Robert A. Johnson en su libro WE:Understanding the Psycology of Romantic Love; su teoría –contraria a la visión de Rougemont– toma como marco referencial a Jung y sus definiciones de los conceptos Anima y Animus, o las características masculinas y femeninas propias de cada ser humano. Indica [Johnson] que, correspondientemente, el hombre ha optado por anular sus rasgos “femeninos” (sentimentalidad, instinto de protección, etc…) mientras que las mujeres, a su vez, han optado por evadir todo lo relacionado a sus rasgos “masculinos”. Es esta evasión –claramente expresada en las opiniones frente a ciertas narrativas– la que provoca tildar como inaceptable o inmorales aquellos escritos que atenten contra el canon de lo aceptable, bueno o malo, a los que se enfrenta el espectador. Quizás sea la gran batalla de los instintos la que se desata al momento de someterse al rigor de interpretar y redactar textos. Y no debería ser, pues la intención única de la interpretación y lectura educativa es la exploración temática como recurso narrativo; no la buscada ruptura de los instintos.

Este punto es complicado por dos razones; la primera resulta obvia, leemos y vemos ficciones amorosas por gusto, por emoción. No obstante, particularmente cuando tratamos con individuos que no tienen claro los objetivos técnicos y pedagógicos de los ejercicios y lecturas en un taller, mucho menos tienen la percepción avispada del lo correcto y normal frente a la fantasía y ficción; al hacerlo, entramos en disputa con lo que cada cual ha determinado que son sus límites ético-morales y eso molesta. Al final el gusto (proclividad) de las personas por el Thanatos o el Eros, la aprehensión frente al Anima y el Animus, destruye la subjetiva búsqueda de méritos, vida libre y desligada, de la mímesis en la que les gustaría convertir sus vidas.

A modo de conclusión
Y esto con ánimo de iniciar una eventual discusión sobre el tema), también concluyo que un escrito de amor, (ese que expresa el tormento de amar o no poder amar), a fin de cuentas es un escrito de sufrimiento, y como tal debe presentarse ante el público; no como un artificio enmascarando tras el velo de la inocencia adormilada; una historia rosa que busca entretener, sino como un des-cubrimiento del simbolismo mortífero. En otras palabras, escribir sobre pasión es cantarle a la muerte y no a la felicidad única y verdadera que brinda la experiencia entre pares de la carne y el espíritu. Ése, al igual que la convivencia feliz entre dos seres, es otra cosa, otro tema que poco tiene que ver con sufrir o hacer llorar.

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"Had I known I was dead
I would have mourned my loss of life"

- Ota Dokan

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