Es inusual escuchar los sustantivos “cultura” y “empresa” en la misma oración; por lo general, suelen excluirse como si se tratara de fuerzas contrarias eternamente repelidas. No es de extrañar que pintores, poetas, narradores, bailarines y actores, enseñen sus peores caras de disgusto al escucharlas; por años galeristas, agentes, representantes, nacionales y multinacionales, han sembrado terror entre la clase artística. Las historias de explotación, regalías y derechos alterados suelen ser frecuentes y empeoran cuando se ligan a la persistente tierna idea de que “el artista sufre por su arte”. Me parece que ideas como estas no tienen por qué ser ciertas, aun cuando respondan a discursos tradicionales respaldados por gestiones culturales débiles.
¿Dónde queda el dinero invertido en pulir una destreza si sólo se hace por amor al arte? Son pocos los que piensan en este aspecto y lo borran de sus mentes como si Marx o el Instituto de Teoría Crítica fuesen a castigarlos por buscar remuneración por trabajar la cultura. Esta mentalidad es la misma que trabaja en contra de proyectos de alcance. El problema es que, como el caso de la Corporación de Difusión Pública de Puerto Rico –por citar un ejemplo – las ideas llegan cuando los despidos quedan en el pasado o los foros quedan vacíos.
Debemos entender que la cultura, como cualquier otro bien necesario para los seres humanos, cuesta (esfuerzo, emociones y dinero) y debe administrarse. Es aquí que entra al escenario el empresario cultural; ese individuo u organización que busca la justa compensación de esfuerzos y la disponibilidad de talleres de trabajo para todos.
La función principal de la empresa cultural es integrar los conocimientos gerenciales naturales de la empresa a favor del arte y la cultura. Estas actividades pueden generarse a través de iniciativas grupales, individuales o corporativas y, como tal, no debemos rehuir su potencial.
Ejemplos hay muchos, desde las compañías de teatro pobre que reclaman espacios para presentar sus obras para poder comer, hasta firmas especializadas en la difusión y promoción de actividades culturales que generan trabajo e ingresos en distintos niveles. Estas son vías que buscan alejarse del “mantego” de fondos para forjarse un modo sustentable de trabajo.
Ahora bien, si son empresas que se sostienen por sí y no exigen otros esfuerzos más que el de sus inversionistas, ¿por qué entonces no existen los mecanismos y políticas legisladas para respaldar a estas empresas? ¿Dónde queda el compromiso con el país? No el de la boca pa’fuera, sino el de la acción verdadera y sostenible.
El empresarismo no es exclusivo para artículos y servicios; la cultura puede beneficiarse también de buenas prácticas gerenciales; es sólo cuestión de que comprendamos los términos y se comiencen a incluir en la misma oración. Hay casos en los que cultura y empresa sí mezclan; es cosa de batirlos apropiadamente.
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