Richard Wright tenía un carisma particular; escucharlo –porque lo oí mucho antes de verlo – brindaba una especie de paz singular. Sus dotes como instrumentista no eran exagerados, no así su "feeling", tenía una voz dulce y templada, además un gran sentido de armonía versus melodía. Supongo que la sensación de saber que fue un músico tan completo es la misma que me entristece al saber murió.
No conocí a Rick Wright personalmente, pero su música, esos detalles de texturas y capas tonales ad infinitum en "Meddle", "Wish You Were Here" y "The Wall" llegaron a sacudirme profundamente. Escuchaba los discos de Pink Floyd en el tocadiscos de mi tío y lloraba sin razón; las notas, las dinámicas, las letras, todo conspiraba para aflojarme las emociones. La música tiene esas características. Mi papá, que notaba el efecto paliativo, me pedía que no los tocara en casa, que se deprimía con Pink Floyd. Todavía la cosa sigue igual; sólo pongo PF cuando estoy solo y sé que puedo soltar una que otra lagrimita sin alarmar a nadie.
He hablado antes de esa banda sonora que tiene la vida de cada uno; esa música que trae memorias e inicia el proceso retrospectivo que, inevitablemente, nos provoca re-vivir alguna emoción archivada. Me apena admitir que, con cada músico de mis favoritos que muere, mi banda sonora vivencial se va convirtiendo en uno de esos discos de colección limitada; de esos que son difíciles de conseguir en acetato porque ya no los fabrican.
Ya no habrá disco de la reunión de Pink Floyd como esperaba; ya no habrán más DVD's con el rostro relajado de Wright haciendo aquello a lo que dedicó su vida; Wright, abandonó una carrera como arquitecto para dedicarse solamente a tocar. Ahora sólo quedan sus discos y esa tierna melancolía que dejan cuando choca la aguja con el eje del tocadiscos.
Shine On, Rick! Ya van dos.
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