Esta mañana recordé una de esos detalles que tanto disfruto; se los repito para ver qué le sacan.
Desde pequeño tuve la mala suerte de ser carnada para golpizas y bravucones. No se me olvida la camisa con la pegatina que leía “PRO” en la manga, esa mierda de distintivo ochentoso me ganó el denominador: “Pato Recibiendo Ordenes”. Y así trancurrió gran parte de mi niñez, entre burlas y provocaciones.
Peor aún que las mofas fueron las visitas al barrio en el que se crió mi madre. En específico, recuerdo la ocasión en que mi tío Luis organizó de la nada un “club de la pelea” entre sus sobrinitos y vecinos. Yo era el menor, así que cargué con la más gruesa de las partes. Él servía de arbitro y agitador mientras los niños del barrio solían aplicarme brutales golpizas que me dejaban los labios rotos y un cruel abatimiento en el corazón. La única fortuna, es que así aprendí a quedarme en casa leyendo antes que salir a la calle a ensuciarme ya fuera de tierra o sangre.
Con el tiempo desapareció el “fight club” boricua en el barrio Savarona de Caguas; mi tío dejó las drogas duras y se dedicó al alcohol –que lo pone menos violento y más gracioso- y a enamorar a la que es su esposa. Simultaneamente, los niños crecieron y dejaron de pelear, y yo, dejé de visitar el barrio por miedo y desagrado. Lo único que se quedó conmigo fueron las ganas de vengarme.
Día y noche pensaba en cómo cobrar la de labios rotos y camisas manchadas que me dieron, no sólo allí, también en la escuela me había ganado la apatía de casi todos. Al parecer tengo una de esas caras que despiertan el morbo de los agresores.
Al mudarnos a Houston, la cosa no fue distinta, el hecho de ser puertorriqueño te hace blanco (¿no existe mejor denominador?) de las mayorías y las minorías: los gringos no te quieren por hispano, los negros no te quieren por blanco, los mojados no te quieren por tu ciudadanía gratuita y los mismos puertorriqueños parecen caricaturas de sí mismos. Eso no te deja otra que seguir siendo apaleado cada cuatro o cinco días sólo por ser ninguno de los anteriores.
Al regresar (porque decidí quedarme con mi abuela unas vacaciones), comencé a fraguar lo que sería mi venganza: el Karate. Con las manos de hierro y patadas tan ligeras como el mismísimo Bruce Lee rompería dientes, partiría más brazos que Steven Segal, fraguaría una retribución peor que la masacre final de la película “El ataque de los siete maestros del Shaolín”. Sería violento y desalmado, como Bolo Young en “Bloodsport 1,2,3 y 4”, más malo que el ciego de las películas chinas de importación. Así, comencé a entrenar duro: puchops de puño, patadas, meditación, katas y mucho San Chin Kyokushinkai para la respiración.
Con los años me atreví a participar de torneos. Hasta que llegué a ser campeón en mi categoría. Un trofeo gigantesco me lleve a casa por hacer katas impecables. Tenía diecinueve años y era una verdadera jodienda en eso del Karate Do.
Esa tarde, al llegar a casa con el trofeo de casi seis pies, me senté en la marquesina antes de entrar a mostrárselo a mami (total que ni caso le hizo luego). Al mirarlo pensé en todo el trabajo que le puse a mis entrenamientos, en todas las ganas que tenía de repartir cantazo a tutiplein, en todo el dinero que invertí alquilando películas de Kung-Fu y ninjas para terminar sin darle un solo golpe a la recua de abusadores que me golpearon desde pequeño.
Y entonces me di cuenta (no sólo de que los maestros de Karate son unos negociantes del carajo): aquella disciplina me condujo a la paz interior, a la solución indirecta para una circunstancia no resuelta antes. Finalmente aprendí el arte de la mano vacía pero ¡Al carajo se me fueron las ganas de repartir fuete!
1 observaciones:
y, A mano pela es el arte de la pleneras. Saludos Valentin
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