Que se lo trague el Neva

A Luis Lopez Nieves,
porque trocar la historia es
vivirla a nuestra manera


-No sea tonto mi amigo, Purishkevich –dice Dimitri Pavlovich-, ése hombre no posee poder alguno. Digo, ningún otro poder que no sea el que tiene sobre la Czarina.

-Me refiero a que es un hombre avezado en estos asuntos de borracheras…

-Avezado en ese y muchos otros asuntos, mis queridos compañeros –interrumpe Félix Yusupov-; Grigory Rasputin es un sin vergüenza.

-Ciertamente, un sin vergüenza y una muy mala influencia en el Palacio –añade el concejal Purishkevich-. Ese hombre… o bestia, como sea que le llame, se ha convertido en un verdadero estorbo.

-Lo sé –responde Yusupov tomando asiento en el sillón aterciopelado a la derecha de la chimenea-. He recibido noticia de una de sus “profecías”. Tuvo la desfachatez de enviársela a la Czarina Alejandra, junto con un testamento.

-¿Y qué dice? –preguntaron los demás, un poco curiosos, un poco exacerbados ante la noticia.

- ¡Czar de Rusia! –comenzó a repetir de memoria el príncipe Yusupov-; Sepa que si son sus familiares quienes cometen asesinato, ni uno solo de su familia vivirá más de dos años.

Guardan silencio, la fogata cruje quebrando cada una de las frases en aquellas cabezas. ¿Cómo sabe el monje? ¿Cómo se atreve a enviarle misiva similar al Czar de Rusia? ¿Cómo es posible que el ebrio y decadente muzhik sepa algo de los eventos predispuestos para esta misma noche? Han estado planificándolo todo desde hace mucho tiempo.

-Ha hecho una movida brillante, ¿no les parece? –inquiere Pavlovich-. Sabe que el cerco se cierra, el monje quiere a toda la familia como responsables.

-Entonces, debemos olvidar todo este asunto –reacciona nerviosamente Vladimir Purishkevich-, todos sabrán que hemos sido nosotros.

-¡Nadie va enterarse! –exclamó Félix Yusupov

-¿Qué sucede si Mania Golovin se decide a hablar?

-Además –interrumpe Purishkevich- ¿Acaso piensan que el mismo Grigory no se ha paseado por las calles y los antros que frecuenta, diciendo, ¡El 17 de diciembre, el Príncipe Félix Yusupov me pedirá disculpas porque quiere reconciliarse con Rusia y con Dios!?

El silencio vuelve a irrumpir en la habitación; los hombres se miran; el fuego y su baile, provoca que las sombras en la habitación adquieran un aspecto funesto. Los tres se observan callados, cavilando en cada uno de sus rostros las posibilidades de la noche y el futuro. Saben que el muzhik está próximo a arribar, sin embargo parecen ya no desear su llegada.

-Pues que pague. Que se lo trague el Neva –afirma violentamente Yusupov, como si su orgullo de cierta manera se viera afectado con las palabras del concejal-. y después de hoy, ni una palabra a nadie sobre esto.

-¡Querido Félix, somos familia! –responde Pavlovich.

-Confíe en que la Duma agradecerá lo que hace –añade Purishkevich.


***
-¿Y por qué hablar con un pobre monje como yo, aquí abajo, en un sótano?

-Cualquier lugar es perfecto para lo que me gustaría decirle, pero beba, beba; debemos celebrar este encuentro –contesta el príncipe Yusupov. Está seguro que la cantidad de cianuro dentro de la copa, en conjunto con los pastelitos envenenados, será suficiente.

-¡Es un madera exquisito! Nunca antes había probado vino tan delicioso.

-¿Ni siquiera en la mesa de mi primo Nicolás?

-Preferiría no decir. En ocasiones es mejor que un hombre como yo, mantenga silencio –responde Rasputin y estalla en una risa desenfrenada-. Silencio, ¿entiende?

El príncipe decide sonreír; en su interior puede sentir el verdadero asco sobrevenirle: la barba desaliñada y sucia con los desperdicios que en ella almacena, el rostro grasiento y sudoroso, las uñas repletas de mugre, los dientes amarillentos y torcidos, el tufo pestilente de todas las prostitutas decadentes que ha probado, sus ropas de falso profeta y santo, “Mereces morir, Grigory Rasputin”, piensa el joven Félix; sin embargo, halla algo en aquellos ojos redondos y profundos que lo cautivan, aunque no lo suficiente como para perdonarle la vida y los insultos a la familia real.

-¿Y dónde está Irina?

-Mi hermana, la Princesa Irina Yusupov, como debe referirse a ella, no ha llegado aún –respondió Félix prepotente-, pronto estará aquí, ya le dije.

-¿Y por qué no trae a su sirvienta, entonces? Estoy seguro que ella también podría necesitar “sanación”. Así sería una noche muy especial para todos, ¿no lo cree?

-Si me disculpa, Santo Padre, traeré más de esos pasteles que tanto le gustan – dice el príncipe mientras se levanta para subir las escaleras hacia el comedor.

No puede creerlo, ha puesto en los pastelitos suficiente cianuro como para derribar a treinta hombres, y aún así, el muzhik sigue bailando al ritmo de la Victrola al pie de las escaleras. ¿Qué hacer? Félix Yusupov avanza hasta la habitación donde aguardan sus cómplices Dimitrii Pavlovich y Vladimir Purishkevich.

-Entonces, ¿está muerto? –pregunta el concejal sigilosamente.

-¡Shhhh! –avisa el Príncipe mientras intenta cerrar la puerta de la habitación sin hacer ruido-. Aún está de pie y pregunta por Irina.

-¡Oh Dios, lo sabía, el maldito tiene poderes! –exclama Purishkevich.

-¡No diga estupideces! –irrumpe Pavlovich-. ¡Hay que dispararle!

Y regresa el silencio ignominioso a colmar la habitación, como si el tiempo se perdiera junto con el humo en la chimenea, y los hombres se estuvieran consumiendo en complicidad con cada una de las chispas que saltan de las llamas.

-Amigo, Pavlovich –dice en un suspiro el príncipe-, hágalo usted.

-Creo que no es posible, Félix, ¿imagina las implicaciones? Soy primo del Czar –dice en voz muy baja y de manera casi imperceptible Dimitri Pavlovich-. Que lo haga el amigo Purishkevich, él es parte de la Duma, no existe forma de que puedan perseguirlo.

-N…n….nn..n..nn, nunca. Imagínense los cabos sueltos nada más. Si el país descubriera que he sido yo, Dios… No creo que pueda hacerlo. ¿Por qué no lo hace usted, Príncipe Yusupov? –cuestionó el concejal saliendo del nervioso marasmo en el que se encontraba-. Usted siempre quiso pertenecer a la Guardia; de seguro esto algo que un miembro estaría dispuesto a hacer.

El príncipe mantiene su compostura, sabe que Purishkevich apela al tema del que tanto intenta huir. Por las paredes se cuela el murmullo del monje “envenenado”. Aún canta. Aquella especie de rezo se adentra en la cabeza de Félix Yusupov, burlándose, condenándolo: “¡Jamás pertenecerás a la Guardia Real, no eres como los otros hombres, Félix! Mírate, el Czar te repudia, sin embargo, al muzhik que se acuesta con su mujer, lo protege”.

-Déme su revolver, Pavlovich –reacciona abruptamente el príncipe, como resucitado del silencio y la amargura; decidido de una vez a enmendar la historia de Rusia, o quizás, la de sus propios entuertos.

***

Baja las escaleras nerviosamente, no puede evitar temblar, nunca ha sido un valiente y tampoco un asesino; cargando el revolver en su mano derecha, puede escuchar los saltos del monje que baila al ritmo de la música de la Victrola. El Monje Desquiciado, lanza al aire ruidos animales, aúlla, gruñe, grita, parece asfixiarse, pierde el aire, tose; el príncipe piensa que el cianuro comienza a surtir sus efectos; esconde el arma en el bolsillo interior de su levita y abre la puerta apresuradamente.

-¿Encontró a su mucama? –balbuce Rasputin mientras traga un grueso sorbo de la vodka que ha traído en su hábito-. ¿O acaso me trae a su hermana?

El muzhik, con un salto que permite ver su falta de ropa interior, baja de la mesa donde baila. El Príncipe Félix Yusupov lo contempla con la mirada cargada de coraje “¡La desfachatez de éste animal! ¿Qué, no sabe que tiene que morirse?”

-¿Qué me dice? ¿Su hermana… su mucama… - se acerca el monje lentamente, con los profundos ojos asechando- o será acaso, usted?

Félix Yusupov coloca su mano derecha dentro de su levita, puede sentir el amargo vaho que sale de la boca del muzhik, retrocede el martillo del revolver;

-El pecado tiene muchas formas, hijo mío. Pon tus penas sobre mí, vamos. Que sea este acto, nuestra reconciliación con Dios y con la Madre Rusia –dice mientras se acerca y extiende los brazos.

-¡Maldito demonio! –susurra el príncipe acertando a dispararle justo en el pecho.

El cuerpo cimbreante cae al suelo, se escuchan los trepidantes suspiros de la muerte salirle por la boca al monje. Félix Yusupov, sin poder pestañear, observa cómo la vida y el movimiento poco a poco abandonan el cuerpo del Maldito Santo. Sube nuevamente las escaleras sin poder sacar de su mente los ojos enervados del muzhik.

-¿Ahora, qué debemos hacer con él? –pregunta evidentemente exaltado Purishkevich.

Los hombres dentro de la sala de estar se abstienen de ruido alguno.
Entran al sótano, sólo se percibe el insidioso rasgar de la aguja; una profunda mancha roja se encuentra en el espacio que minutos antes perteneció al cuerpo del Santo.

-¡Ha salido por la ventana que da al patio! –dice Pavlovich notando la figura que poco a poco se escurre por el patio central-. ¿Pero no lo mató?

-¡Está vivo! ¡Está vivo! –grita desencajado el concejal-. ¡Dios qué hemos hecho!

***

-¡Asquerosas ratas de palacio! No pueden matarme, soy Grigory Rasputin –dice el ensangrentado muzhik tirado en el suelo-; ni siquiera el Czar de Rusia tiene poder sobre mí.

Sólo calla cuando Pavlovich descarga el arma sobre él.
El auto está a varios metros del portón en el patio central, la noche es fría, todos duermen, no debe existir problema alguno para colocar el cadáver dentro del vehículo.
El trío hace un esfuerzo indecible por cargar el cuerpo hasta la salida, los huesos evidentemente son más pesados de lo que jamás imaginaron; Purishkevich pierde el agarre del faldón y el cuerpo cae en medio del patio lleno de escarcha.

-¡Maldición! –exclama el concejal.

-Creo que sería mejor que lo arrastremos –dice un nervioso Yusupov.

Las huellas sobre la escarcha, como dos vías de tren sobre la tierra huérfana, marcan el angustioso recorrido hacia el vehículo. La sangre que sale del cuerpo derrite los copos nevados sobre el suelo y deja su marca oscura, como tinta derramada sobre la página impotente de la historia. Levantan el cuerpo con la intención de tirarlo en la cajuela. Por un momento el Príncipe Yusupov cree ver aquellos ojos profundos y redondos abrirse nuevamente, comienza a temblar; al parecer Pavlovich lo ve también porque ha soltado el hábito sucio y húmedo, dejando sólo a Purishkevich que haga el resto de la tarea.

-¿Qué diablos pasa? –pregunta Purishkevich en medio del esfuerzo.

-Cre… cre… creo que sigue vivo –dice Yusupov.

-¡Tonterías! –responde Purishkevich sin poder evitar llenarse de terror cuando siente el agarre fuerte de la mano del muzhik sobre su brazo.

Se zafa con éxito, mientras grita voz en cuello: ¡Está vivo, todavía sigue vivo! Y corre hasta desaparecer entre las sombras de la calle.
Tiran con incredulidad, miedo y asombro el cuerpo en la cajuela mientras se inicia la desmedida carrera en coche hacia el río.

A las orillas del Neva, no muy lejos del puente principal, tiran el cuerpo aún tibio del Monje Maldito.

-¿Por qué no se hunde, Dimitrii?

-Debe ser el hielo...

-¿Y qué haremos con la sangre? ¿Qué haremos con la sangre, Dimitrii?

2 observaciones:

Jorge A. Vega said...

Increíble....
Darien está de vuelta... Excelente!!!!

Iva said...

ernesto-
genial la construcción de este cuento y el cuento per se. una vez comenzada la lectura, no lo pude soltar.

sólo le encontré una incorrección: los apellidos de mujer, en ruso, llevan -a al final. así que irina yusupov debe ser irina yusupova. claro está, siempre y cuando ese sea el apellido y no el patronimico.

un abrazo.







"Had I known I was dead
I would have mourned my loss of life"

- Ota Dokan

los más leído hasta hoy...

 

de donde...

hasta hoy...