La educación de Margaret Flynn (primera parte)

Letargo ensordecedor.

Te dejaste convencer. Sí. Convencida por unas cuantas caricias suavecitas cerca del cuello. Peche te mostraba el librito frente al pecho y deslizó el brazo sobre el tuyo. Terminó por abrazarte la mitad del torso. Así, como te gusta, con el antebrazo entre seno y seno; costillas a media piel entre dedo y dedo. Te dejaste silvar silenciosas palabras al oído y luego, cometiste el error: cerraste los ojos. Ya antes te dijeron que no cerrara los ojos al sentir la suave sensación. Pero fue inevitable. Querías. Más bien, quisiste, sin encomendarte al ser vista.

-Tu no sabes nada -te dijo Peche en una ocasión mientras tomaban el sol, y tú, hosca y aún sin educación, insististe en que se besaran con la lengua.
-Me gusta beberme tu saliva -arrojaste juguetona e infantil, sin saber lo que decías, porque nunca antes habías probado otra que no fuera la tuya.

Sonrieron.

Peche te tomó el rostro liviano entre sus manos y picoteó unos cuantos roces de labios con tu boca.

-Te puedo enseñar si te dejas -y luego te besó como se debe, con la lengua, sí, pero fresca, rugosa y lánguida; de puntitas con la tuya, derramando savia de luna.

Letargo por memoria.

Allí estabas otra vez, Margaret, con tu perfume de sándalo y frambuesa, te dejaste lamer la nuca mientras pretendías leer el librito frente a tu pecho. Y te besaban. Nunca antes en la nuca te habían besado, mi amor. Nunca antes, en la nuca o el lóbulo o sobre los erizados pelos de tu débil carne, o la luz del pleno solar o durante las horas en que todos andan perdidos en la ciudad.

Son siempre las cinco en algún lugar, eso sí lo recordaste sin chistar.

Letargo delicioso, de cuando no sabías nada sobre lenguas, fueran de fuego o como armas de desarme.

Tuviste que aprender...